La grandeza y sus delirios suelen buscar orígenes míticos. Aún no hemos entrado en la fase delirante, de hecho seguimos en la fase de incubadora, pero si algún día empezáramos a delirar (san Guttemberg no lo quiera) nuestro particular mito comenzaría así:
Era sábado y llovía. En la calle hacía frío, pero alrededor de la mesa de juego la tensión de la partida había subido la temperatura muchos grados. Tres hombres y tres mujeres disputaban un particular torneo: el Delepictiopoly. No competían por la victoria, sino por evitar la derrota, cuyo precio era alto: mariscada para seis, y era día 29, fin de mes.
Habían llegado a un punto muerto, el empate se mantenía. Cada uno era bueno en lo suyo y nadie cedía terreno: la editora y el distribuidor dominaban el Edipoly; el ilustrador y la fotógrafa arrasaban en el Pictionario, y el traductor y la correctora de estilo no tenía rivales en el Deletreo.
La tensión se había vuelto insoportable: ninguno cedía a la derrota, y aquel maldito y perpetuo empate iba a hacer que perdieran la reserva en la marisquería. Y era la noche del centollo. La apuesta había subido en tres botellas de cava que, tras una hora de enconada disputa, se habían convertido en champagne francés, no por ser mejor, sino por ser más caro.
La tentación del kingmaking, de unirse cinco para condenar al sexto, planeaba sobre la mesa, pero el sentido práctico y el fairplay se impusieron, y eso que algunos de ellos odiaban los anglicismos. Había que buscar otra solución. El hambre es más fuerte que la paciencia, y las reglas se han hecho para cambiarlas, así que decidieron crear una nueva: el comodín de la llamada. Original, no; efectiva, quizá. Cada uno podría recurrir a la ayuda de un profesional: gente con vocabulario y excelente ortografía, artistas del dibujo y el diseño, empresarios con habilidades directivas… Una sola llamada.
No había cobertura. En la pantalla del teléfono se dibujaba una minúscula rayita que desaparecía en seguida. Además, ¿a quién llamar?, ¿adónde recurrir? El sólo hecho de buscar ya suponía un trabajo enorme. Había que preguntar a éste y aquél y, luego, tomar decisiones, arriesgarse. ¿Y si recurrían a otro método? Pero ¿cuál? Internet. Eso que según cuentan se inventó hace muchos años para hacer la guerra (fría) se había convertido en una herramienta imprescindible.
Pasearon el ordenador portátil por toda la sala con la esperanza de aprovechar la conexión wifi de algún vecino, en una escena que no sólo hizo peligrar la integridad del aparato, sino que, además, resultó tan cómica que un par de ellos acabaron tronchándose de risa en el suelo. De pronto, alguien gritó «¡Salvados!». Sin embargo, ahí no acababa todo: Tenían la herramienta, pero el problema persistía: ¿Por dónde empezar? Había mucha información dispersa, y encontrar lo que buscaban sería como dar con la proverbial aguja en el pajar. No había un directorio completo y pormenorizado de profesionales de la edición. Es más, alguno que otro cayó de pronto en la cuenta de que nadie lo conocía en la red de redes: al margen de sus clientes habituales, nadie estaba al tanto de su trayectoria profesional.
El tiempo se acababa y las búsquedas se alargaban. El maître de la marisquería era un hombre sin corazón ni remilgos para adjudicar a otros las mesas de los impuntuales.
«¡Qué demonios, nos vamos a cenar y pagamos a escote!».
Si el suspiro de alivio fuera visible, sería una nubecilla gris lluvia. En ese momento, seis nubecillas brotaron de la boca de nuestros jugadores y salieron por la ventana recién abierta, y es que, se mire como se mire, aquí y en Manhattan, fin de mes es fin de mes. Fue una cena memorable. Lo centollos estaban de muerte. Y el albariño (no paganini, no champagne) sirvió para brindar por un nuevo proyecto común: EDICIONA, una comunidad editorial que iba a serles muy, muy útil.