Escritores mal pagados y escritores que cobran injustificados adelantos millonarios. Ingeniosos y eruditos literatos, y emborronadores de cuartillas. Lectores que aupan a los mejores, y lectores no distinguen entre buenos y malos autores. No deja de ser divertido y curioso (¿y descorazonador?) comprobar de primera mano que el paso de los siglos poco ha alterado el trasfondo de la industria editorial.
«El beneficio que los libreros* concedían a los autores por sus mejores obras era tan pequeño que hace años algunos nobles y personas acaudaladas, protectores del ingenio y de la erudición, juzgaron conveniente ofrecerles un mayor incentivo gracias a suscripciones voluntarias para la publicación de sus obras. Así fue como Prior, Rowe, Pope y otros hombres de talento recibieron considerables sumas por su trabajo, que les llegaban directamente de los lectores. Como parecía un método muy simple para conseguir dinero, muchos emborronadores de cuartillas de la época se aventuraron a publicar sus obras de la misma manera, y algunos tuvieron incluso la desfachatez de solicitar suscripciones para lo que ni se había escrito aún o ni siquiera se había pensado escribir. De esa forma llegó a haber un número infinito de suscripciones, convirtiéndose esa costumbre en una pesada carga para el público. Algunas personas, que no encontraban tarea fácil distinguir entre los buenos y los malos autores, o saber qué talento merecía apoyo y cuál no, para no tener que contribuir a tantas suscripciones, inventaron un método para excusarse de todas.»
*[los libreros y los impresores desempeñaban las funciones del editor actual]
Cita: Henry Fielding, Joseph Andrews. Alfaguara. Madrid, 2008. Traducido por José Luis López Muñoz. Pags. 281-282.
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